PLEASE MEJIA DON'T HURT ME
“I'm a long way from
Really feeling fre
Still it´s far cry
It´s a far, far cry from
Where
I used to be
I´ll wander far and
Wander wide.
I´ll learn to love and
Let it go.
And when that´s feeling´s
Deep inside. I´ll know
I´m home.
Ride the wind and
Catch the tide.
And if I leave a love
behind
I´ll set my sail for
one more ride,
and find I´m home
(I´m home)
AL JAERRAEU
A Jaime y Mili, por amigos
De la cama salté a la pared y de ésta reboté a la cama. Felizmente los brazos de Marissa me aguardaban para tranquilizarme con palabras dulces, caricias deliciosas y una muy sospechosa paciencia.
Ya te va a pasar Felipe, cálmate.
Marissa por favor no llores, por favor no llores Marissa.
¡Qué tonterías dices Felipe, no voy a llorar, estate tranquilo!
Pero yo, por alguna razón que ignoraba, no podía estar tranquilo. Por el contrario persistía en sentirme muy mal. Persistía en estar ahí, tiritando de pena, acostado, cerca a una Marissa distante pero con u nos enormes ojos tranquilizadores, muy tranquilizadores e inquietantes a la vez.
-¿Qué tomó Felipe? -preguntó Milagro, adorable prima de Marissa, desde un rincón del cuarto no dominado aún por mi desesperación ni por mi angustia.
-Dos huachos -respondió Marissa en un tono que sólo yo podía entender.
- ¿Y tan mal le ha puesto eso?
-No es eso Mili, es que estoy en crisis -intervine yo.
-¿Crisis? -preguntó Mili.
-Una más de sus cojudeces -enfatizó Marissa, con mucho cariño.
-No son cojudeces, mi amor, tú sabes de mis crisis.
-Ni las menciones Felipe, que estoy harta de tus "crisis".
-Pero mi amor, ésta sí es real, YO la estoy sintiendo.
-Lo que estás sintiendo Felipe, es una borrachera de la patada y nada más, así que quédate tranquilo echado que sino te vas a poner peor aún.
- Te juro mi amor ...
-¡Ya Felipe no quiero escuchar una palabra más!
No había nada que hacer, Marissa ya no quería escucharme, y yo que me cagaba de ganas de hablar, de hablarle, de decirle que me perdonara por las crisis anteriores pero que ésta, ESTA, era absolutamente cierta, real, y que tenía suficiente base material como para existir. Era la crisis del desamor que yo sentía se estaba apoderando de los dos, y que algo había que hacer al respecto. Me sentía mal, me quería ir a Lima, o en el mejor de los casos a la mierda, pero ni Marissa lo había permitido ni lo estaba permitiendo con tanto aparente cariño con el que me estaba protegiendo ahora. Cuándo no ella tan educada. Si por lo menos hubiera sido un poco más cruel, sólo un poquito más. No, era imposible pedirle tan poco, tan poco ...
- Amor -dije yo, como quien habla desde el fondo de un pozo muy negro y muy profundo. - ¿Te acuerdas cuando te dije que nunca, debiste enamorarte de un arquitecto ... ?
.¿Qué hablas Felipe?
-¿ ... no te acuerdas amor cuando te advertí que no te fueras a enamorar de un arquitecto porque éramos muy jodidos para amar y ser amados, que éramos unos dinosaurios, seres en vías de extinción, crueles, llenos de crisis, hipersensibles, maníacos-depresivos, volubles, desequilibrados e inmaduros ... ?
Sí Felipe, si me acuerdo ¿qué hay con eso? ¿ ... te acuerdas que me dijiste que me amabas a mí, que amabas a los arquitectos, que a ti no te importaba lo que eso significara? .. ¿te acuerdas mi amor? ..
Ay Felipe ... ¡Ya .. ¡Sí! ¡Si me acuerdo!
¿Aún quieres a los arquitectos? .. ¿Aún me quieres?
(. .. )
Marissa ... ¿Aún me ... ?
Felipe -dijo Mili- salvando la tensa situación.
-Estate tranquilo- que no estás bien y no es buen momento para hablar.
Sí Felipe -dijo Marissa.- Quédate tranquilo te he dicho que sino te vas a poner mucho peor.
Me quedé callado, absolutamente callado, jodido pero callado. Y con la única maldita certeza de sentirme peor, de sentirme realmente pésimo pero sobre todas las cosas con la horrible certeza de que algo estaba fallando entre Marissa y yo. Ya lo había intuido yo desde Lima, cuando la llamaba a diario por teléfono a Arequipa e iba sintiendo su voz todos los días un poquito más fría, más distante, menos mía, menos nuestra. No sé, en realidad no sé bien en que momento empecé a sentir esta especie de desamor que nos envolvía (creo que en general nadie logra darse cuenta) pero de lo que sí estaba seguro era de que en algún momento, en cuestión de segundos, en una llamada, un domingo por la tarde, un miércoles por la mañana, un día muy caluroso, o un viernes por la noche, nuestro amor se rompió en pedazos y yo había llegado a Arequipa únicamente a recoger esos pedazos.
Nunca debí ir a Arequipa, nunca, ni mucho menos a Mejía, nunca. Fue terrible ahí echado delirando llegar a esa patética conclusión. Pero era cierto. Y lo peor de todo fue que esta sensación, la seguridad de mi crisis con Marissa, la sentí claramente no bien entré a Mejía, no bien Mejía apareció ante mis ojos. Era, por decido de algún modo, el lugar más objetivo del mundo, imposible de transar con ciertas susceptibilidades como la mía, y tremendamente revelador para cualquiera que ande tratando de escapar de realidades complejas. Por lo tanto para Marissa debió ser absolutamente desmitificante. Ella que admiraba tanto mi profesión, sin entenderla, sabía que el terreno urbano, Lima, era mi territorio, un lugar en el que yo era una especie de monarca, porque era capaz de entenderlo todo, dominado todo, comprenderlo todo. Porque la ciudad, como fenómeno complejo y contradictorio era eminentemente propiedad de monstruos urbanos, de seres que disfrutan del concreto, se mueven en él y respiran smog, tertulias ruidosas, agresiones de tráfico, de gente, de sentimientos. En cambio este Macondo playero (como llegué a denominar con el tiempo a Mejía) era el reino de las cosas claras, de la estabilidad emocional, de los microcosmos banales. Y no podía ser de otro modo ya que Macondo II era una especie de pintura naif, desde lo espontáneo de su traza urbana hasta lo ingenuo de sus casas que como graffittis Arquitectónicos aparecían y desaparecían como en una postal, dejándolo todo al descubierto, sin nada que esconder o que ocultar
Todo era demasiado obvio, demasiado claro v sencillo como para ser analizado o evaluado. Era a lo sumo vivible, disfrutable pero por nada de este mundo, criticable. Por lo tanto no había razón para que un tipo urbano tuviera jerarquía, ni exista, ni se le permita algún tipo de autoridad. Era uno más, sin vestiduras ni algún factor que me otorgara peso específico dentro de esa sociedad y esto fue al fin y al cabo lo que motivó que Marissa me desvalorara y, como mencioné antes, lograra desmitificarme. Fue este exceso de objetividad -esos excesos que siempre castran cualquier fantasía y cualquier ilusión- lo que hizo finalmente que Marissa dejara de amarme.
Yo no sé cómo pero todo esto lo intuí, lo juro, desde que abordé la camioneta de Eduardo, el primo de Marissa, en Arequipa. Fue como una especie de revelación para mí ese instante en que subí a la enorme camioneta y fui informado que el único casete que habría para todo el camino era uno de José-José. ¿José¬José? pensé en ese momento; no podía ser: si había algún cantante al que yo verdaderamente odiara era ése, y encima tres horas de camino ¿acaso podía existir algún indicio más revelador que una pesadilla así?
Todo lo recuerdo perfectamente. Un camino oscuro y serpenteante, muchos carros en contra, las adelantadas de Eduardo, una luna serrana enorme, la bella mano de Marissa que soportaba estoica mente los apretones de otra mano cobarde, sudorosa y terriblemente nerviosa.
No bien llegamos me sentí mal. Muchas calles; vacías, poca luz, un terrible dolor de espalda, muchas risas, gente saludando, más risas, dentro de las casas, Marissa feliz (¿feliz?), Marissa demasiado feliz, Marissa con la cara realmente transformada (?) de felicidad.
Debí irme en aquel momento, pero me demoré mucho y me alojaron en una casa muy linda, llena de techos altos, una casa reconstruida luego de un terremoto muy mal intencionado, pero que favoreció a que Macondo II se reconstruyera en función de cobijar una gran cantidad de soberbias sureñas que pugnaba por mirar al mar desde el Misti.
Estaría demás decir que toda la familia de Marissa me trató superbien, y que yo pude amarlos casi tan rápido como lo que me demoré en instalarme. De todos a los que mejor recuerdo (mejor por cariño y por memoria) es a Jaime, a Mili, su mujer, y a Marta, hermana de esta última. A Jaime lo recuerdo por sus invalorables consejos con las mujeres (aunque no me sirvieron para nada, espero poder utilizarlos algún día), su magnífico sentido del humor, su excelencia para las tertulias y para el trago, su confianza y, por supuesto, su amistad. A Mili la recuerdo por su cariño, sus atenciones y dedicaciones, pero sobre todo por ese maravilloso y hermoso perfil, que para mi siempre será el más delicado del mundo. A Marta la recuerdo por ese estilo mordaz, tan preciso para las definiciones, para decir las cosas más terribles del modo más irónico y divertido. Todos amabilísimos y muy gentiles, como debe ser la gente, como a mí me gusta la gente.
De cualquier modo ese viernes no tuve mucho tiempo para intimar porque Marissa me sacó a patadas de la casa para presentarme a sus amigos, a los que había hecho en esos meses de estadía en tierra sureña. Saludé a todos con bastante efusividad, como si con esto tratara de transmitirles un poco de mi seguridad. Ellos, por su parte, también hicieron lo mismo pero con un poquito más de fuerza. Me recibieron, por decirlo de alguna manera, con demasiada cordialidad. Me recibieron con los brazos abiertos, sí, pero escondían perversas intenciones en el fondo de sus corazones. Y uno en especial la hizo patente al invitarme a tomar, a tomar mucho, a tomar y tomar como trata de demostrar algo. Yo un poco por orgullo (Marissa me estaba observando atentamente) y otro poco porque el muy imbécil me estaba cayendo muy bien le acepté los dos huachos que me dio a tomar, dos huachos que, al fin y al cabo, no parecían muy peligrosos ya que dentro de ese pintoresco nombre no involucraban más que un montón de trago barato cabeceado con Coca-cola.
Ese arequipeño, del cual no recuerdo su nombre, me abrazó demasiado esa noche de viernes en la que noté a Marissa superdistante, dispuesta en caso de una apuesta entre él y yo a apostar su beca universitaria al muy imbécil, dispuesta a parcializarse con cualquier posición con tal de que mi proceso de desmitificación siguiera adelante. No pude acercarme a ella porque el arequipeño prácticamente no me dejaba pasar, ni a mí ni a mi mano.
Me comencé a sentir mal y caso lloro. Pero no lo hice porque recordé que Marissa y yo habíamos quedado en que jamás nadie lloraría, y si alguien lo hacía algún día esto hubiera significado que ya no quería a la otra persona. Y yo aún la quería.
Me seguí sintiendo mal y caso río. Pero no lo hice porque aún no me había hecho efecto el trago, y además el imbécil del arequipeño se estaba riendo por los dos.
Me dediqué entonces a observar la balaustrada de una gran escalera que subía de la playa. Sólo me dediqué a seguir y seguir mirando la escalera, como quien se aferra a una base racional inmediata que evite que algo tan irracional como el amor lo haga a uno leña. No me sirvió de nada y, aún peor, se me empezó a subir el trago.
-Marissa -dije con tristeza pero con decisión.
-Quiero ver el techo alto de mi cuarto, quiero ver las contraventanas, las viguetas y si es posible tus ojos brillar nuevamente.
Marissa, está demás decirlo, no entendió ni pío lo que yo dije, pero como ya estaba acostumbrada a que yo dijera tonterías cada vez que quería irme de algún sitio, me ayudó a despedirme de un montón de cínicas sonrisas que eran incapaces de entender tantísima tristeza.
El maldito del arequipeño tuvo entonces la osadía de ofrecerme su auto, cosa que yo rechacé inmediatamente pero no así Marissa que aceptó por ambos y me trepó literalmente a un auto que yo odié todo el camino hasta la casa. Y ahí estaba yo tirado, pensando en todo esto, recordando cosas que eran imposible recordar con distancia porque estaba viviéndolas en ese momento. Las estaba viviendo y quizá necesitaba un rato más seguir haciéndolo.
Por todo esto cuando Mili pasó nuevamente la bolsa de hielo por mi cabeza sólo atiné a preguntarle por Marissa, a la cual había perdido de vista hacía un buen rato.
-Mili ¿dónde está Marissa?
-Durmiendo Felipe, durmiendo.
-¿Lloró Marissa, Mili?
-( ... )
-¿Lloró Marissa?
-Sí, Felipe, lloró ...
-Entiendo ... ¿sabes Mili? ... A Marissa no le gustan ya los arquitectos.
Lima, Abril de 1992
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