INTRODUCCION: Lima, Julio de 1992

Los motivos que lo pueden llevar a uno a escribir un libro sobre arquitectura pueden ser múltiples: depresión, megalomanía, aburrimiento, protagonismo, algún complejo, una decepción amorosa, la imposibilidad de diseñar, etc. Felizmente, aunque admito haber pasado por casi todas estas últimas circunstancias, éste no es mi caso. No sería suficiente razón, ni valdría la pena. Creo que existe un excelente motivo y se puede resumir en una frase: la pasión por la profesión. Por lo menos yo lo siento así. Siempre he sentido la imperiosa necesidad de pensar en mi profesión, en los alcances de ésta, en la manera que ésta influye en mi sociedad, en mi manera de pensar, de habitar, de vivir. Y creo que esto no sólo me pasa a mí ya que he tenido la oportunidad de conversar con amigos que comparten esta urgencia; habiendo incluso llegado a coincidir que esto más que un, oficio es un sacerdocio; y como tal es un "todo" integral, que condiciona, que determina, que envuelve y se practica al hablar, al reflexionar, al amar, al respirar. Es decir, más que ejercerse se vive. Por lo tanto desde un inicio me pareció interesante la idea de tratar de cubrir integralmente con este libro el mayor espectro de actividades y sentimientos dentro de los que nos movilizamos, desde lo más banal hasta lo más trascendente. Combinando lo respetuoso de la profesión con lo divertido que tiene. Incluyendo tanto lo serio y cuadriculado que conlleva este ejercicio, tanto como lo desesperado, angustioso y patético que involucra ser arquitecto. Sobre todo en el Perú. Por lo tanto se me ocurrió la idea de hacer un tríptico. Un libro que fuera al mismo tiempo varios, en donde se diera la mano todo esto que he mencionado anteriormente. Un libro que pueda ser leído tanto por arquitectos como por descomprometidos en la materia que intentan entender un poco esta actividad de "aprendiz de brujo". De tal manera, como dije antes, dividí el libro en tres partes: Precisiones, Reflexiones y Ficciones. Para mí las tres variables con las que un arquitecto convive día con día. La primera parte "Precisiones: Hacia una Nueva Arquitectura Peruana" recoge ciertas certezas que desde hace varios años me he ido formando con respecto a la arquitectura peruana contemporánea. La segunda parte "Reflexiones: Cambiemos de Tema" es testimonio de una larga actividad desempeñada como crítico de Arquitectura del Diario "El Comercio" de Lima, y que me ayudó muchísimo para entender la arquitectura más inmediata, la de mi entorno, tanto como para entenderme a mí mismo. La tercera y última parte: "Ficciones: Como ser arquitecto y no morir en el intento" retoma una vieja pasión mía: la de la narrativa a través del cuento. Así de una manera divertida y lúdica -por intermedio de la anécdota- trato de explicar un poco como la vida de un arquitecto no termina cuando sale de su oficina o deja el lápiz, sino que, por el contrario, su sensibilidad se prolonga y se proyecta hacia los temas más cotidianos, como el amor, la amistad, la tristeza, la melancolía, etc. Es un modesto tributo, así mismo, a un genial y por mí muy querido fabulador peruano, como fue el Arquitecto Héctor Velarde, del cual trato de recoger su estilo fresco, bonachón y ciertamente encantador. No sé si lo habré logrado, pero ahí está hecho el intento. Finalmente, como se ve, el libro termina siendo lo que señale al principio (y así me gustaría que se viera): como un apasionamiento. Como un derroche de cariño, como un sentimiento canalizado por medio de un recurso: la literatura. Espero entonces que cualquier exceso o deficiencia sea apreciado desde esta perspectiva.
A.Q.d'A.
Lima, Julio de 1992

Cómo ser arquitecto y no morir en el intento

En primer lugar hay que cepillarse los dientes de arriba hacia abajo y con mucha fuerza para evitar la tristeza y la impotencia de comprobar que la camisa que nos pusimos ayer está sucia y no podrá utilizarse otra vez. De nuevo tomar un café con leche, sin corbata por supuesto porque los arquitectos que usan corbata cuando son grandes se los lleva el cuco, despedazar geométricamente el pan con mantequilla de modo que el ejercicio de la profesión aparezca escandalosamente en los ojos de tu mujer. Si es que la tienes porque si no lo mejor será llorar de alegría, o reír de pena para que el pan con mantequilla que acabas de despedazar sepa que estás solo. Por si acaso.
Debes abrir la puerta del auto (nunca entrar por la ventana), sonreírle al velocímetro porque es esférico y todavía no te ha dicho que a sesenta kilómetros por hora la ciudad es horrible, temprano por la mañana, sobre todo cuando los pliegues del pantalón se han ubicado justo debajo de la panza que hace años no tenías. Girar la llave de la oficina sólo para entrar muy rápido a tu tablero, Hola Eduardo, Hola Marcos, Hola Pedro, ¿alguna novedad?
Sentarte en tu silla, ordenar algunos papeles que ya habías ordenado la noche anterior pero con lo cual lo único que intentas es demorar tu combate diario con el tablero, con las ideas, con las malditas ideas que se fueron ayer, que las tuviste en la noche, cuando dormías solo o acompañado, pero que te han abandonado esta mañana, ¡MALDITA SEA!
Tranquilizarse un poco, pedir un café o preparártelo tú para saber que te sigues siendo útil. Mojar los labios en el café caliente que hubieras querido que te lo preparara ella, sólo ella, a la cual recuerdas desde ese día. Volver a mojar los labios en el café, mirar hacia abajo, luego mirar el tablero, el plano dibujado sería mejor que la horrible soledad de la hoja de papel mantequilla extendida sobre la superficie blanca del plano oblicuo sostenido por una pequeña estructura de acero. Pero ¿qué se va hacer? así es la vida. Volver a mirar el reloj para darse cuenta de que sigue siendo la misma hora que hace una hora. En caso de querer enfriar más el café puede llorarse pero no mucho, sólo lo necesario para que CarIa no se entere, cuando llame por teléfono, que ese llanto no fue por ella.
Salir de la oficina a buscar un periódico, un amigo o un caramelo de limón. Si los monstruos de la calle trataran de atacarlo defiéndase con cualquiera de estas tres cosas, pero sólo con una de estas cosas a la vez, todas al mismo tiempo sería tomar demasiada ventaja, sobre todo con el pánico que estos seres le tienen al caramelo de limón.
Subir nuevamente a la oficina, guardando siempre caramelos de limón o amigos para la próxima bajada. Atención, esto es importante: nunca dejar a los amigos en el mismo lugar que los caramelos de limón, pueden confundirse y llegar a odiarlo a uno demasiado.
¿Sería mucho pedir que, por favor, llame la señorita Fiorella a la oficina? Ninguna llamada para el arquitecto, no importa ya llamará. Habrá que recordar que la falta de concentración es una costumbre, que el hecho de que ella no haya llamado no significa que va a llover esa tarde, que la tristeza no va a rondar por debajo de tu tablero y que por lo menos esa noche podrás veda para explicarle por qué diablos estuviste tan ansioso esa mañana: sobre todo cuando te pregunte ¿Qué tal te fue? y tú respondas, mintiendo obviamente, que muy bien, muy bien, un día normal. ¿Un día normal? ¿Cuántos días normales habrán terminado con la vida de muchos tipos como tú?
Agarrar el lápiz con decisión y convicción no va a resultar. Tampoco pensar en Corbusier, Richard Meier, Alvar Aalto, el maricón de Philip Johnson o, inclusive, Steven Holl. Aquí de lo único que se trata es de poner primero una línea horizontal, luego una línea vertical, saber que lo que acabas de hacer es una vulgar abstracción de un muro, que no es más que la pelea entre una vista horizontal no deformada de la intersección entre un muro de soga y un muro de canto. Ponerle una textura puede ayudar pero sólo si es en ángulo de cuarentaicinco grados, a veces, o a veces a sesenta grados.
¿ Qué hora es? Han pasado mil horas desde que agarré el primer lápiz y el reloj -¡Ese maldito reloj!- marca la misma hora de ayer, de antes de ayer, de hace una semana, de hace un mes. De hace un año.
Para almorzar debe primero lavarse las manos, pero ¡ojo! no demasiado ya que muchas de las manchas de tinta y lápiz que se irán en el fregadero del lavabo son heridas de batalla, y deben conservarse sólo para mantener la memoria de una lucha; expresamente para demostrarle a los irreverentes ingenieros que las manos bien cuidadas no pertenecen a una estirpe de maricas o afeminados burgueses.
Cuidarse de la mediocridad del empleado de oficina, y el padre de su padre, que se manifiesta al tomar un cuchillo con la mano izquierda. Cuidarse de no conversar mucho en el almuerzo que las musas podrían sentirse ofendidas y mandarlo a uno a la mierda por mal educado. Cuidarse también de los que miran nuestros dibujos sobre las servilletas. Se sabe bien que así se plagiaron el Edificio de las Naciones Unidas que Corbusier proyectó. En todo caso, llevarse siempre todas las servilletas, el mantel, las flores del centro de mesa y tirarlas todas a la basura.
Si se almuerza con una mujer jamás hablar de arquitectura, ni en la playa, ni en la cama, ni encima de una roca orientada ESTE-OESTE, de la cual se divise algún valle. Nunca junto a un helecho que mida más de dos metros ni frente a una cajetilla de cigarrillos vacía. Mucho menos se hable de este tema solo, ni mal acompañado. Recuérdese también que jamás beba demasiado, o muy aprisa. Prohibido terminantemente los martinis secos porque Mies Vander Rohe lo hacía y mírelo usted dónde ha terminado. Si va a beber mucho, para lo cual debería pedir un permiso especial del Colegio, Sociedad o Cofradía de Arquitectos de su localidad, beba acompañado de arquitectos que jamás hayan faltado a una charla, ni hayan comido pescado crudo esa mañana, o su mujer sea una chismosa de los mil diablos. Apunte siempre en una libretita grillada la cantidad de vasos que va consumiendo, hágalo en escala uno en cincuenta o, si la libretita es muy pequeña, en escala uno en cien.
Converse en voz baja, y si va a hacerla en voz alta sólo hágalo para maldecir al cliente que quiso pagarle mal, tarde y nunca quiso reconocer que usted fue el que realmente diseñó la casa, y no él, su mujer o la espantosa hija de dieciséis años llena de acné y que quiso en un determinado momento cambiarle un poco la casa pidiéndole que su cuarto lo ampliara por lo menos cuarenta metros cuadrados, con ventana hacia el comedor, servicio higiénico incorporado y un feo espejo en el closet para guardar su horrenda imagen.
Cuando abra la puerta para tomarle diapositivas a la terraza que tanto trabajo le costó imaginar en su mente, en su corazón, y en el cerebro de ese tipo con el que negocia y que trabaja en nosabeustequé pero que gana el quíntuple que usted con la quinta parte de esfuerzo, no diga nada salvo: te quiero Fiorella.
A partir de su noveno cliente no vaya vestido con la misma ropa, cambie las combinaciones hasta que logre confundirlo con uno más de su familia. Dígale papá si es que es muy mayor o hijo si es muy menor pero jamás, por ningún motivo, le diga amigo, a no ser que sea cierto y ahí sí que jamás podrá pedirle nada que él no le haya pedido a usted antes.
En lo referente a los gustos por aficiones paralelas puede nadar, jugar squatch, correr por las noches en una laguna oscura de Florida, buscar ostras donde otros buscan perlas, financiar alguna publicación esotérica, leer a Unamuno los domingos por la tarde, bailar valses en la playa a las tres de la mañana (con luna llena por supuesto), o enamorar a la hermana menor de un amigo que no ha visto hace mucho y al cual odia respetuosamente porque le quitó su último proyecto. Esta última actividad podría estar muy asociada a la venganza por lo que no sólo sería un placer sino un excelente ejercicio de justicia distributiva.
No crea tampoco que porque llegó a su oficina, lavó un estilógrafo, coordinó con el dibujante que mueva el eje cuarenta centímetros a la izquierda y lo llamó la secretaria del dentista a confirmar su cita, ella lo va a llamar. Si ella no llama (y de seguro no lo va a hacer) es porque siente que cada día lo quiere menos, que nada es igual que el día anterior, y que el amor se ha ido convirtiendo en piedad. Así que no conteste esa llamada que es el arquitecto Durand, proponiéndole cenar esa noche en ese restaurante al que suelen ir, donde cuentan tristezas, donde hablan de las pequeñas frustraciones de todos los días, donde relatan cómo ellas no llamaron, cómo el tema sigue ahí y seguirá siempre.
Cuando hable de mujeres nunca utilice palabras despectivas, ni arrogantes. Limítese a describir la situación, el frío que hacía en Lima cuando ella le tomó a usted la mano y usted tuvo que tomársela porque la tristeza, la pena, la frustración, todo, todo era demasiado grande y profundo, no sólo desde la óptica de un arquitecto sino desde la de cualquier mortal. Si el arquitecto Durand u otro (por ejemplo el arquitecto Batistini) le inquiere por la razón de tanta tristeza, simplifique las cosas y sin mayor rodeo dígale: la quiero y de nada sirve afeitarse todas las mañanas, ni pedir otro café. !Otro café, POR FAVOR!, ni arrastrar este sentimiento oscuro por San Isidro, Miraflores, El Olivar, el jardín de mi casa, la mil veces observada vista desde mi oficina, los cerros del fondo, la mar serena gris recorrida desde la Costa Verde, o por las vueltas que di a su casa esperando que una luz dentro de su cuarto me hiciera una maldita señal para ir corriendo, saltar el cerco vivo, darle un beso y sentirme feliz por el resto de mi vida. No diga nada más que esto.
De algún modo (los arquitectos somos tipos de muchos recursos) desvíe la conversación hacia la otra persona; entonces apreciará cómo las tristezas son siempre comunes, sobre todo entre gente del mismo oficio.
En todo caso (pero sólo en caso de desesperaciones muy hondas) empuje la tacita de café, en sentido horario y de atrás hacia adelante, golpéela dos veces contra el mantel, sólo dos, prenda un cigarrillo y derrame las cenizas dípticamente sobre la parte más limpia del cenicero de cristal, el que está a la izquierda de su amigo. No haga caso si alguien le dice que el cielo seguirá gris todo el año, ni que ella nunca llamará, ni que ya van a cerrar el restaurante, ni que el próximo año será feliz de nueve de la mañana a cinco de la tarde. No se preocupe, esto nunca pasará.
En caso de que nada resulte, y éste es un caso especial y extraordinario, vaya a Cañete, corra entre los cañaverales, limpiando el camino con ese pedazo de papel mantequilla en el que apuntó la dirección de la chacra. Pise el fango corno si fuera su memoria, su destino, su presente. Vaya y grite: Te quiero, me cago de miedo de admitirlo, de decirlo, de aceptarlo, pero te quiero ... a la mierda ¡Te quiero!
Si los gallinazos gruñaran, los camotes y las papas voltearan hacia su cara con expresión de asombro, si el cielo se abriera y saliera sol, bien. Si no corra nuevamente todo el camino de vuelta, corra solo, sin perros que lo persigan, siempre con la certeza de que podrá llorar esa tarde encima del café, siempre con la certeza de que en otra mesa, en otro tablero, sobre algún otro mantel a cuadros, dentro de alguna otra garganta infeliz, alguien gritará lo mismo que quisiste gritar, lo que siente y piensa.
No te confundas, amar es siempre igual a sentirse mal. Sobre todo cuando hace horas Georgette te lo dijo: te va a costar mucho, muchísimo. Como ordeñar una vaca, como volver a morir.
Así que vuelve a morir, arquitecto, vuelve a dormir, vuelve a soñar con ella, con noches frías, con cielos grises. Sólo para matar el tiempo, sólo para matar ese enorme vacío que ahoga y atropella. Como quien juega un juego, un juego cruel y grotesco, pero un juego al fin y al cabo. Como el niño que jugando ayer rompió su cabeza contra el vidrio pero que hoy ya está observando cómo se descompone el sol sobre los pedacitos que su madre olvidó levantar.
Advertencia final: Si por las noches soñara con dragones de vidrio, con estrellas azules sobre un fondo verde, plazas llenas de columnas de sección heptagonal, tableros rotos, café frío, trompetas extendidas, hombre con la mirada serena, un zapato o mujeres sonriéndole desde algún carrizal, entonces recuerde: las musas lo están visitando para volver a hacer de su vida una angustia, un tormento, un calvario.
Mañana también volverán.
Lima, julio 1992

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